Le conocí en una de esas interminables reuniones vecinales donde se habla de todo y de todos, excepto de aquello para lo que se venía a la reunión. En el descanso tuvieron piedad de nosotros y nos ofrecieron un refrigerio, unas pastas y algo de beber, y se formaron los corrillos de vecinas ansiosas por cotillear y comentar sobre los demás asistentes.
Él me llamó la atención, no solo por su estatura, sinó por ese aire atento, su compostura, su forma de escuchar sin perder la sonrisa, una sonrisa apenas dibujada en el rostro pero perenne, que acompañaba a su mirada interesada. Se acercaban a él todo tipo de personas, y para todas parecía tener una palabra amable.
- Pareces distraída... oh... ya veo. - Marta era mi vecina de hacía muchos años y nos conocíamos bien. Yo estuve en su tercer parto cogiéndole de la mano mientras su marido recorría la ruta Barcelona-Berlín con su camión, y era la madrina de ese hijo al que vi nacer. - Creo que esta vez sí que no tienes nada que hacer, olvídalo. - Olvidarlo... difícil cuando la cazadora ha avistado una presa y tiene hambre, no sin haberlo intentado antes.
- ¿Porqué dices eso? - Marta conocía mi forma de ser, habíamos compartido muchas confidencias en la cocina de su casa, sobre hombres, sobre sexo, sobre la vida.
- Porque es cura, cariño.- Y con una sonrisa de vencedora dejó zanjado el asunto.
Le observé ahora desde otro prisma y todo encajaba. La actitud servicial, la forma en la que todos se acercaban a él, con respeto, pero al mismo tiempo con interés, no un interés por la persona, sinó por su función, y estaba convencida de que detrás de esa sonrisa perenne había un hombre solitario al que pocas personas se preocupaban por conocer.
Esa misma semana visité la parroquia en la que él daba servicio a los fieles, y esperé el momento oportuno para acercarme, cuando estuvo a solas arreglando las flores del altar, de rodillas sobre ese frío suelo.
- Padre, ¿podemos hablar un momento? - Él se giró y me miró sin reconocerme, y no es de extrañar, ya que hacía más de treinta años que yo no pisaba una iglesia excepto para bodas, bautizos y entierros, y era una completa desconocida para él. Pero no formaba parte de su trabajo el cuestionar a quien se acercara a la iglesia, así que se levantó del suelo y me habló con ese aire atento que me había cautivado.
- Por supuesto, ¿perteneces a esta parroquía? - Su mirada tenía la calidez de quien está acostumbrado a escuchar secretos inconfesables con el corazón abierto, y pensé que eso era un punto a mi favor.
- Vivo aquí cerca... - No quería explicarle sobre mi agnosticismo, no hubiera sido una buena forma de empezar.- ... y me preguntaba si podría pedirle un favor. Ultimamente ando preocupada por mi vida, y sobretodo por mi alma. ¿De verdad existe el infierno, padre? Porque si es así, me temo que tengo un lugar reservado en él, y eso me atemoriza y no me deja dormir.
- Existe un infierno, quizá no el que nos muestra la Biblia, sinó uno que se vive en el corazón de las personas, y en sus vidas. - Daba la sensación de que esa pregunta se la habían hecho ya muchas veces y tenía ensayada la respuesta.
- Entiendo... algo así estoy viviendo yo entonces. A veces el remordimiento no me deja respirar, pero el pasado ya no puede cambiarse ¿verdad? Sólo el presente, pero no sé como hacerlo padre, no sé como alejar de mi esos fantasmas del pasado ¿podría ayudarme? - Apelar a su misericordia era una baza segura que seguro no podría rechazar, y así fué.
- Puedes confesarte, y arrepentirte de todo lo que hayas hecho, un arrepentimiento sincero y una penitencia devota pueden reconciliar tu alma, y reconducirla. - Mirando alrededor, como si temiera que pudieran verme, saqué un libro de mi bolso, de tapas acolchadas, gastado por el uso, y lo puse en sus manos. Él me miraba desconcertado.
- Padre, aquí está mi vida, en cada una de estas palabras, de estas páginas, le suplico que lo lea, con atención, que intente comprenderme, y volveré la semana que viene para hacer lo que tenga que hacer.- Él parecía dudar de este procedimiento fuera de lo establecido, que no seguía ninguno de los cánones de la iglesia.- Por favor, no podría contarle todo esto de viva voz, me rompería el corazón.... - tuve que usar mi tono de voz más persuasivo para convencerle, pero al final, reticente, aceptó. Le di las gracias con dos besos y me alejé de allí sin mirar atrás.
La tentación se presenta de muchas formas, y no siempre es de forma carnal. No sabía hasta que punto en el seminario les preparaban para no sucumbir a tentaciones que provenían de la fantasía, de la imaginación, de la empatía con otro ser, de sentirse reflejado en la vida de otra persona, y aquel libro era un diario personal, donde además de mis experiencias sexuales, de mis relaciones con los hombres, también trascendía un sentimiento de soledad, la soledad que rodea a los depredadores que no pueden bajar la guardia ni un segundo, muy similar a la soledad del pastor que no puede descuidarse ni un momento para no perder ni una sola oveja de su rebaño.
¿Podría más la curiosidad que el protocolo? ¿Podría más el deber de ayudar incluso a la más descarriada de las ovejas? Yo intuía que María Magdalena era una fantasía recurrente en la mente de muchos seminaristas, que veían en ella una sublimación de su propia sexualidad, el pecado redimido. Y cada una de esas páginas rezumaba la esencia de María Magdalena, la inevitabilidad de los impulsos, una vida de placeres y pecados relatada con todo lujo de detalle, contados de tal forma que él pudiera casi sentirlos en sus carnes, que tuviera que hacerlo para comprender la magnitud del abismo en el que mi alma se encontraba. Y entremezcladas entre esas imágenes de lujuria y deseo, pinceladas de desesperación, de una mujer atormentada por sus inclinaciones y necesidades, una compulsión hacia una forma de vida en la que Pecado se escribía con mayúscula.
Pasó la semana, y volví de nuevo a la iglesia, y esperé de nuevo hasta estar a solas con él, y en ese instante lo supe, cuando su mirada no pudo sostener la mía. Supe que no había sido una simple lectura, supe que no lo había leído el cura sinó el hombre, y que había causado efectos profundos precisamente por lo inesperado, que le había sorprendido con la guardia baja.
- Padre, he venido, tal como le dije ¿ha leído mi diario? - La dulzura de mi voz contrastaba con la dureza de su mirada, como si le hubiera obligado a arrastrar su alma inmaculada por el fango de una realidad oscura y oculta.
- Vamos a la sacristía, allí podremos hablar. - Apresuró el paso, como queriendo terminar con este asunto lo antes posible, y sonreí. Podría parecer que haberle provocado de esta forma le ponía en mi contra, pero era todo lo contrario. Sólo desencajándole de su vida habitual, de sus creencias, de su compostura arraigada de años de servicio, podía colocarle en ese punto en el que fuera posible hacerle dudar, de si mismo y de su condición. Una vez dentro de la sacristía me indicó que me sentara en uno de los sillones que estaban en un extremo de la estancia.
- Padre, no sé por donde empezar....- Él se sentó, envarado, visiblemente incómodo, sin decir nada, probablemente en plena lucha interior. - ¿Está enfadado conmigo? - Era una pregunta directa, que no podía obviar.
- No... - Estaba segura de que por su mente pasaban imágenes de cuerpos arañados, nalgas enrojecidas, marcas de mordiscos, ojos vendados, manos inmisericordemente atadas a la espalda, abusos sexuales consentidos, sodomizaciones contra natura, caricias íntimas, cuerpos desnudos postrados de rodillas, usos impúdicos de la lengua por todos los rincones del cuerpo, prácticas obscenas y paganas... y mi gozo desbordado, mi lujuria omnipotente, mi apetito incansable, mis ansias por devorar hasta el último cachito de esos cuerpos entregados a mi, mi afán por entregar esas almas a un poder mayor, a que la devoción que esos hombres me profesaran fuera ofrecida en el altar de una divinidad infinita, femenina y poderosa, el camino del placer para alcanzar la redención, un paseo por las nubes del éxtasis, con el fin de devolver el equilibrio a un mundo totalmente inmerso en la energía de la masculinidad, en manos de un Dios paternalista y condescendiente.
Sabía que todo eso era demasiado para él, que le había socavado en sus convicciones, donde el bien y el mal tenían lineas bien definidas, y que ahora no sabía donde agarrarse. Así que le tendí mi mano, y de forma inconsciente posó la suya, en silencio.
- No es lo que hacemos, ni lo que pensamos, sinó lo que sentimos lo que importa, y la intención que hay detrás de nuestros actos lo que nos define. No hay un único camino para llegar a conocer nuestra magnificencia, y en este camino el hombre llega a conocerse a si mismo en su entrega. Pero así como Dios es inaccesible y reservado en sus muestras de afecto,la Diosa es próxima, inmediata, y la consagración a su devoción está exenta de pecado. La mirada de la Diosa es benévola, comprensiva de la naturaleza humana, y en ella no hay lugar para la duda, porque todos los corazones son su reflejo... no se sienta culpable por haberlo comprendido, sinó afortunado, y si ese Dios al que profesa su dedicación es tan clemente como cree, entenderá que quiera explorar este camino... el camino que yo le ofrezco... el que fué el suyo desde un principio.
Me miró, entre incrédulo y reacio, era la reacción de su intelecto, de esas vocecitas que hablan de los "deberías" y de los "no debes". Acaricié su mano, con una suavidad exquisita, su brazo... y él cerró los ojos, anhelante como estaba de sentir por si mismo lo que se describía en esas páginas, luchando por conciliar su deseo con su obligación, de encontrar un resquicio en sus creencias que le permitiera acceder a ese mundo fascinante y hasta ahora prohibido. Acaricié su cara con tal dulzura que habría hecho derretirse el iceberg del Titanic, y un suspiro largamente enterrado surgió de las profundidades. Mis besos sobre sus párpados cerrados, sobre sus sienes, su frente, sus mejillas, poco a poco se abrían camino hacia su verdadera naturaleza, la que le llevó a dedicar su vida a un Dios soberano, antes incluso de saber que habían otras opciones, antes de saber que su humildad, su necesidad de servir a los demás podía incluirle a él mismo, que no era necesario sacrificar al hombre en aras de un ideal, que él también tenía derecho a sentir el calor de otra alma, una que se preocupara por él, que le guiara para que su entrega fuera plena.
Y esa tarde de Abril de una primavera resurgente, lo que empezó siendo una tentación se convirtió en vocación, y esa sonrisa perenne, esculpida por años de servicio a una comunidad interesada, se convirtió en una genuina muestra de realización, la de quien ha encontrado el camino que verdaderamente le da la felicidad.
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Con las manos ardiendo en el aplauso, le saludo y congratulo por Vuestra Maestría, Señora....
ResponderEliminarGracias! y gracias por la bienvenida....
A Vuestros pies,
Pablo
..Arte en sus manos...literatura de los sentidos..
ResponderEliminarPerversamente delicioso.
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