jueves, 9 de diciembre de 2010

Los lados de la ventana (2)

En el reloj del salón suenan las nueve y media de la noche, la hora de llegada habitual de mi Señora. Durante toda la jornada me he dedicado a cuidar los pequeños detalles de intimidad de nuestro hogar. Pero aún ahora, cuando Ella está a punto de llegar del trabajo, recorro nervioso cada rincón de la casa con la inquietud de ver algo fuera de sitio, algún signo de descuido. Suena de fondo su música favorita, la temperatura es la apropiada, la luz aterciopelada, el perfume a lavanda que tanto le seduce, las velas encendidas que adornan la mesa junto al servicio para su cena...

Y ahora me sitúo enfrente de la puerta de entrada, arrodillado y postrado, desnudo y humilde, la frente apenas apoyada en la frialdad del suelo. Estoy hasta tal punto arrepentido por haberla disgustado que tengo la intención de permanecer en esta posición de ofrenda hasta que mi Ama entre por la puerta. Tengo tanta necesidad de redimirme, que pese a no disfrutar con el dolor he colocado unas pinzas de castigo en mis pezones, tratando de que mi sufrimiento, aún tan insignificante, consiga hacer olvidar su desengaño y expiar de algún modo mi culpa.

Cuando en el reloj suenan once campanadas mis rodillas casi no pueden sostenerme. Mis músculos se han crispado de tal modo que me tambaleo incómodo y tembloroso. Mis pezones languidecen de dolor mientras comienza a apoderarse de mi voluntad la angustia de recordar que la única vez en mi vida que mi Ama se enfadó conmigo no vino a casa a dormir...


Miro el reloj de nuevo... las once menos cinco, y sigo aquí en la oficina, eso significa llegar tardísimo a casa, seguramente en taxi, muerta de cansancio, después de casi tres horas de llamadas con Toronto, nuestros principales proveedores. Cierro los ojos un momento y me froto las sienes, sintiendo ese palpitar leve del dolor de cabeza. Ha sido un día redondo, desde el enfado de la mañana hasta esta jornada agotadora... y de lo único que tengo ganas es de llegar a casa, de tumbarme en el sofá, y de sentir sus suaves manos en mis pies.

No hay nada más relajante que eso, o cuando me cepilla el pelo, con largas y lentas pasadas, teniendo cuidado de no tirar, y de no enredarlo. Miro el teléfono y finalmente me decido a irme, ya ha sido suficiente por hoy, no hay nada más que pueda hacer que no pueda esperar a mañana.

Marco el número de casa y espero, sabedora de que puede estar entretenido con alguna tarea doméstica. Cuando vino a vivir a mi casa, me pareció curioso que no quisiera un televisor. Yo estaba hecha a la idea de que los partidos de fútbol, las carreras de coches y ese tipo de acontecimientos eran poco más que sagrados, pero para él no, quería centrarse, según me explicó, y el televisor sería una distracción de lo que verdaderamente le importaba: yo.

Incluso con la voluntad más servicial, es normal que hayan malentendidos, y sólamente una vez me enfadé tanto con él que no quise volver a casa. Con el tiempo se conoce mejor a la persona y se pueden interpretar las intenciones y.... ¿porqué tarda tanto en responder? Cuelgo el teléfono extrañada... ¿Se habrá quedado dormido? No sería propio de él... Cojo el bolso y la chaqueta y dejo la oficina, algo preocupada.

La última vez, cuando regresé a casa, le encontré en plena crisis nerviosa, encogido y desnudo en el suelo del baño. Más tarde, cuando conseguí que se calmara, me enteré de que había sido un ataque de pánico, que cuando le dije que me pensaría muy mucho el volver, realmente lo tomó al pie de la letra, cuando yo me refería a lo que había sucedido... No somos conscientes del grado de desapego de su propia vida que esta clase de entrega supone, hasta que afrontamos una situación así.

Por suerte aún circulan bastantes taxis y no me cuesta encontrar uno, y con esa imagen en mente le doy mi dirección al taxista.


Me siento flotar, como si hubiera perdido la noción del tiempo. Por mi mente cruzan a toda velocidad cientos de imágenes de mi Señora, escenas donde su severidad y dulzura se entremezclan como en un collage. Baños de espuma y velas ardientes, azotes que erizan mis sentidos, sus manos acariciando mi pelo como si fuera un niño pequeño, su cuerpo que se insinúa sin llegar a mostrarse. Casi ya no siento incomodidad ni dolor, todo está en calma, se escucha a lo lejos el sonido repetitivo de un teléfono que suena en algún lado. El tiempo se ha detenido en este pasillo, ni siquiera sé muy bien qué hago arrodillado frente a esta puerta, desnudo y sólo… a lo lejos se escucha el rumor sordo de la calle y el sonido de un teléfono como un arrullo que me adormece… el sonido de un teléfono… el sonido… ¡¡Dios santo, pero si es el teléfono del salón!!
Trato de incorporarme de golpe, pero las horas de inmovilidad han anquilosado mis miembros y mi cuerpo no me obedece. Recorro el pasillo de un modo desesperantemente lento, sujetándome las pinzas que cuelgan de mis pezones y que me arrancan aullidos al caminar. Llego al salón desmadejado y roto, pero aún tengo tiempo para que mi pie descalzo tropiece contra la pata de la butaca y mi rodilla se golpee con la esquina de la mesita de tomar el té. Cuando descuelgo el auricular del teléfono ya ha dejado de sonar.

Me derrumbo sobre el sofá maldiciendo cuanto me rodea. En este instante todos los dolores de mi cuerpo toman forma y se resumen entre sí, pero hay uno tan grande que los anula por completo. Es el dolor de la ausencia, de la soledad, del desamparo…


Cabizbajo y triste regreso de nuevo por el pasillo y, con cierta sensación de alivio, vuelvo a arrodillarme en el mismo lugar. Me propongo resistir el tiempo que sea necesario, como si el hecho de entregar mi sufrimiento me sirviera de consuelo. Antes de postrar mi frente en el suelo miro la puerta de entrada como si fuera un altar, y pido con toda el alma que mi Dueña no me abandone…

- ¿Puedes ir un poco más rápido? - El taxista me observa de reojo por el retrovisor, con la cara típica de quien está harto de soportar los caprichos de los clientes, y es comprensible, así que suavizo el tono de voz. - Es importante para mi, y te lo agradecería mucho... - Una sonrisa seductora obra el milagro, y respondiendo con una sonrisa cómplice el taxista acelera.

Estoy preocupada, tengo una sensación en el estómago extraña, una que suelo tener pocas veces, pero que me indica que alguien que me importa me necesita. Después de muchos años de estar pendiente de la gente a la que quiero, de cuidar de su bienestar, se llegan a crear unos lazos invisibles que sirven de alarma cuando las cosas no van bien. Así supe que ese aparente resfriado de mi madre no iba a ser sólo eso, y conseguí convencer a mi jefe de entonces para dejarlo todo y recorrer los 700 km que me separaban de ella, llegando a tiempo de verla antes de perderla.

Y es posible que no sea nada, que sólo sea la propia necesidad de que vuelva a existir esa armonía entre nosotros, esa conjunción de voluntades entramada de tal forma que cualquier pequeña tara en el tejido destaca visiblemente. En este tiempo que lleva conmigo, mi vida se ha ido adaptando a su presencia, algo muy curioso de descubrir cuando normalmente se cree que suele ser la suya la que se adapta a la nuestra. Pero se crean unos hábitos de comportamiento que no sólo nos facilitan la vida, sinó que nos envuelven en una aura de confortabilidad, de veneración, que poco a poco va filtrándose por todos los poros de la piel.

Cuando llego a casa, después de tirar a la papelera la tarjeta que el taxista ha acompañado con una sonrisa y el cambio, no atino a la primera con la llave de la puerta, y es que no sé porqué ahora las hacen todas iguales. Al fín consigo abrirla, pero algo me impide abrirla del todo, y al dar la luz descubro que él está arrodillado, desnudo, postrado con la frente tocando el suelo, visiblemente temblando, y no podría decir cuantas horas lleva allí, ni si tiembla de frío, de emoción, de miedo o de todo ello.

Debería seguir enfadada, debería seguir de mal humor después de este día de perros, del cansancio acumulado, pero mi corazón ha dado un vuelco al verle en esa actitud arrepentida. Normalmente viene a recibirme con las zapatillas en la mano cuando llego de trabajar, llevándose el abrigo y la cartera, preguntándome qué tal ha ido el día, con una sonrisa y esa mirada de ilusión que me regenera totalmente. Pero hoy...

Me agacho y acaricio su cabeza, y todo su cuerpo se estremece...

- ¿Cuánto tiempo llevas así? ¿Por eso no has respondido al teléfono cuando te he llamado?



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